sábado, 23 de julio de 2016

ENCICLICA DEL PAPA PIO XI "DILECTISSIMA NOBIS"

Dilectissima Nobis (3 de junio de 1933)


DESDE LA FE 

La encíclica Dilectissima nobis, de Pío XI, y la política religiosa de la Segunda República

Pío XI 
«Aparece, por desgracia, demasiado claro el designio con que se dictan tales disposiciones, que no es sino educar a las nuevas generaciones, no ya en la indiferencia religiosa, sino con un espíritu abiertamente anticristiano»: a pesar de su actualidad, éstas son palabras de la encíclica de 1933 Dilectissima nobis, de Pío XI, ante los ataques a la Iglesia, en la España de la Segunda República. Palabras que recoge, en este artículo, el ex Rector de la Universidad CEU Cardenal Herrera y Director del Instituto de Estudios Históricos, don Alfonso Bullón de Mendoza, como resumen de la ponencia que pronunció en el ciclo de conferencias mensuales del Aula de Doctrina Social de la Iglesia, que la Asociación Católica de Propagandistas organiza cada mes en Madrid

La quema de conventos que, en mayo de 1931, antes de que hubiera pasado un mes de la proclamación de la Segunda República, tuvo lugar en Madrid y otras ciudades de España, ante la más completa pasividad de las nuevas autoridades (recuérdese la famosa frase de Azaña: Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano), puso en evidencia que la convivencia de los católicos no iba a ser fácil. 

Sectarismo innegable 

El debate constitucional de 1931 puso aún más de relieve el sectarismo del nuevo régimen. En el debate sobre los artículos 3,26 y 27 de la Constitución, que abordaban los temas relativos a las relaciones Iglesia-Estado, el ministro de Fomento, Álvaro de Albornoz, no dudo en expresarse en los siguiente términos: «Una Constitución no puede ser nunca una transacción entre los partidos. [...] No más abrazos de Vergara, no más pactos de El Pardo, no más transacciones con el enemigo irreconciliable de nuestros sentimientos y de nuestras ideas. Si estos hombres creen que pueden hacer una guerra civil, que la hagan; eso es lo moral, eso es lo fecundo».

Pero el discurso central del debate fue el de Azaña señalando que España ha dejado de ser católica. No dudaba el político complutense de que en España hubiera millones de católicos, «pero lo que da el ser religioso de un país, de un pueblo y de una sociedad no es la suma numérica de creencias o de creyentes, sino el esfuerzo creador de su mente, el rumbo que sigue su cultura», y como ésta ya no estaba imbuida del mismo catolicismo que la del Siglo de Oro, había que plasmar esta nueva      realidad en el nuevo ordenamiento jurídico.
 

Prescindiendo de lo peculiar que resulta que un político liberal considere que da igual el número de personas que profesan una determinada creencia, lo cierto es que tampoco se ve muy claro por qué tocaba entonces emprender la persecución de la Iglesia, pues la Constitución diferenció entre dos clases de españoles: los miembros de las congregaciones religiosas y todos los demás.

Las Órdenes religiosas, tal y como se plasmó en el artículo 26, no podrían dedicarse a la enseñanza –«Ésta es la verdadera defensa de la república. A mí que no me vengan a decir que esto es contrario a la libertad, porque esto es una cuestión de salud pública»– y tampoco a la industria ni el comercio. Además, sus bienes podrían ser nacionalizados y serían expulsadas las que tuvieran un cuarto voto de obediencia a una autoridad distinta a  la del Estado (jesuitas). 

Poner a salvo los derechos de Dios 

Muchas de las cosas que se decían en la Constitución debían ser desarrolladas por el ordenamiento jurídico posterior, y por lo que a este artículo se refiere lo serían en la Ley de Congregaciones religiosas de 2 de junio de 1933. Tan sólo un día más tarde, Pío XI publicaba la encíclica Dilectissima nobis.

CARTA ENCÍCLICA
DILECTISSIMA NOBIS
DEL SANTÍSIMO SEÑOR NUESTRO
PÍO
POR DIVINA PROVIDENCIA
PAPA XI
A LOS OBISPOS, AL CLERO
Y A TODO EL PUEBLO DE ESPAÑA

SOBRE LA INJUSTA SITUACIÓN CREADA A LA IGLESIA CATÓLICA EN ESPAÑA

Siempre Nos fue sumamente cara la noble Nación Española por sus insignes méritos para con la fe católica y la civilización cristiana, por la tradicional y ardentísima devoción a esta Santa Sede Apostólica y por sus grandes instituciones y obras de apostolado, pues ha sido madre fecunda de Santos, de Misioneros y de Fundadores de ínclitas Ordenes Religiosas, gloria y sostén de la Iglesia de Dios.

Y precisamente porque la gloria de España está tan íntimamente unida con la religión católica, Nos sentirnos doblemente apenados al presenciar las deplorables tentativas, que, de un tiempo a esta parte, se están reiterando para arrancar a esta Nación a Nos tan querida, con la fe tradicional, los más bellos títulos de nacional grandeza. No hemos dejado de hacer presente con frecuencia a los actuales gobernantes de España —según Nos dictaba Nuestro paternal corazón— cuán falso era el camino que seguían, y de recordarles que no es hiriendo el alma del pueblo en sus más profundos y caros sentimientos, como se consigue aquella concordia de los espíritus, que es indispensable para la prosperidad de una Nación. Lo hemos hecho por medio de Nuestro Representante, cada vez que amenazaba el peligro de alguna nueva ley o medida lesiva de los sacrosantos derechos de Dios y de las almas. Ni hemos dejado de hacer llegar, aun públicamente, nuestra palabra paternal a los queridos hijos del clero y pueblo de España, para que supiesen que Nuestro Corazón estaba más cerca de ellos, en los momentos del dolor. Mas ahora no podemos menos de levantar de nuevo nuestra voz contra la ley, recientemente aprobada, referente a las Confesiones y Congregaciones Religiosas, ya que ésta constituye una nueva y más grave ofensa, no sólo a la religión y a la Iglesia, sino también a los decantados principios de libertad civil, sobre los cuales declara basarse el nuevo régimen español.

 

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